domingo, 2 de enero de 2011

LA TORRE DE ORO

La mañana del 7 de Febrero de 1980 fue mi primer dia como kiosquero. Aquella mañana mi madre y yo nos estrenamos en la profesión. Tras ir a buscar los diarios al grupo, ya que los repartos no tenían nada que ver con la distribución actual, abrimos la caseta por primera vez.




No pasó ni media hora cuando apareció mi tío, ya en aquel entonces un prestigioso vendedor de prensa.



Tras un rato en el que nos echó una mano dado nuestro despiste primerizo, cogimos su coche y nos fuimos a la calle Tallers. En aquellos años La Vanguardia tenia allí una rotativa y un servicio de ventanilla, en la cual cogimos unos ejemplares adicionales de la cantidad asignada a nuestro servicio ordinario. De allí y tras una entrada en el bar para quitarnos el frío con un café, marchamos hacia la calle Unión, donde un nuevo mundo se abrió ante mí.



En aquellos años la única empresa que hacia repartos al completo era Distribarna, que era la delegación para la provincia de MIDESA y que hoy conocemos como LOGISTA.



El resto de distribuidoras no hacían reparto salvo algunas publicaciones y en forma de grupos. Los grupos eran un punto prefijado en barrios, normalmente un punto de venta acordado o un parking, donde se dejaban los servicios de 8 o 10 puntos de venta cercanos, y a los cuales los kiosqueros de esos puntos se acercaban a coger su género.



Pero todas ellas tenían además de sus almacenes, que todavía no eran los actuales de la Zona Franca, unas ventanillas de venta a los vendedores concentradas todas ellas en la calle Unión.



Al momento de entrar en Unión mi tío pudo aparcar, y seguramente me cambió el color de la cara al salir, ya que me dijo riéndose: “Jose Antonio, en menudo lío te has metido, je je je je”.



Lo primero que vi fue una casa de ortopedia especializada en bragueros y una consulta para el tratamiento de venéreas, al mirar hacia el fondo de la calle un hormiguero de gente con paquetes al hombro y carretillas moviéndose de un lado a otro y entre medio coches, furgonetillas, mujeres de la vida nocturna (de esas que fuman mucho en los bares de luces sospechosas), bastantes vendedores de mercadillos que subían a las pensiones el género comprado, y entre medio de todo ello por el asfalto y entre miradas de todos, risas y piropos, apareció un travesti canturreando por soleares con un perrito en brazos y unos movimientos de cadera que eran capaces de ensanchar la calle. Menudo espectáculo y más para mí, que era el primero que veía.



Tras un par de horas de ir corriendo de un lado a otro con la carretilla tras mi tío y de conocer a un montón de personas, tanto vendedores como los trabajadores de almacenes y ventanillas, y con mi cuerpo saturado de novedades, mi tío me dice que “de aquí ya estamos, pero nos falta todavía ir al almacén central de Sabaté,… pero antes vamos a almorzar”.



Entre tanto viaje con la carretilla para cargar y descargar en el coche, ya me había fijado en un pequeño local con un movimiento imparable, no dejaba de entrar gente y los que salían todos lo hacían con unos grandes bocadillos en la mano envueltos en un papel marrón.



Y allí estaba yo, ante una gran institución.



En un pequeño local con un mostrador en forma de U que lo ocupaba todo al menos, había cinco personas preparando los bocadillos delante y a la vista del comprador. Parecía que el local no tenía paredes, ya que eran todo estanterías hasta el techo. En un momento descubrí una cantidad tremenda de conservas y embutidos que me eran totalmente desconocidos y tras el paso de muchos años sé que la mayor parte de ellos no los he vuelto a ver.



Con los clientes apretujadillos nos tocó el turno, y ante mi despiste mi tío pidió uno de pulpitos y dijo que me hicieran uno “de la casa”.



Ante mí, abrieron el pan, cortaron el trozo de atún de una enorme lata que tenía justo delante mío, lo colocaron en el pan desmenuzándolo con el cuchillo, le añadieron unas tiras de pimiento y unas aceitunas sin hueso, tras lo cual untaron la otra cara del pan con abundante mahonesa.



Al acabar pedimos unas aceitunas partidas que nos pusieron en unos cucuruchos de papel, y tras pagar, pues como todos, al bar de en frente a comerlo con una buena cerveza.



Por la mañana El Liceo, de media mañana hasta las dos los kiosqueros, tarde y noche las patrullas de la comisaría cercana, al anochecer las señoras que fuman y a todas horas el barrio.



Toda una institución...



Tras la vuelta de mi servicio militar, los repartos se hicieron globales a todos los puntos de venta, por lo que ya no era necesario ir a la calle Unión casi para nada. He de reconocer que deseaba ansioso el día de tener que bajar a Unión a reponer algo de género o de atípicos y poder gozar de aquellos bocatas tan especiales que tantos y tantos días me reponían las fuerzas perdidas entre prisas y viajes de un lado a otro de carretilla.



Pasan los años y cada vez puedo ir menos, diría que la última vez fue hace cuatro años. Y las cosas cambian al igual que la calle Unión, al igual que nosotros.



Este verano pasado al final de vacaciones pase un día por allí, la calle estaba irreconocible y el local cambiado, lo ví desconocido y con dos minúsculas mesitas con gente tomando café, lo mire con nostalgia y no entré.



Prefiero recordarlo como fué. Una parte muy importante del mundo kiosquero de hace unos años.



La mañana del 7 de Febrero de 1980 fue mi primer dia como kiosquero. Aquella mañana mi madre y yo nos estrenamos en la profesión. Tras ir a buscar los diarios al grupo, ya que los repartos no tenían nada que ver con la distribución actual, abrimos la caseta por primera vez.




No pasó ni media hora cuando apareció mi tío, ya en aquel entonces un prestigioso vendedor de prensa.



Tras un rato en el que nos echó una mano dado nuestro despiste primerizo, cogimos su coche y nos fuimos a la calle Tallers. En aquellos años La Vanguardia tenia allí una rotativa y un servicio de ventanilla, en la cual cogimos unos ejemplares adicionales de la cantidad asignada a nuestro servicio ordinario. De allí y tras una entrada en el bar para quitarnos el frío con un café, marchamos hacia la calle Unión, donde un nuevo mundo se abrió ante mí.



En aquellos años la única empresa que hacia repartos al completo era Distribarna, que era la delegación para la provincia de MIDESA y que hoy conocemos como LOGISTA.



El resto de distribuidoras no hacían reparto salvo algunas publicaciones y en forma de grupos. Los grupos eran un punto prefijado en barrios, normalmente un punto de venta acordado o un parking, donde se dejaban los servicios de 8 o 10 puntos de venta cercanos, y a los cuales los kiosqueros de esos puntos se acercaban a coger su género.



Pero todas ellas tenían además de sus almacenes, que todavía no eran los actuales de la Zona Franca, unas ventanillas de venta a los vendedores concentradas todas ellas en la calle Unión.



Al momento de entrar en Unión mi tío pudo aparcar, y seguramente me cambió el color de la cara al salir, ya que me dijo riéndose: “Jose Antonio, en menudo lío te has metido, je je je je”.



Lo primero que vi fue una casa de ortopedia especializada en bragueros y una consulta para el tratamiento de venéreas, al mirar hacia el fondo de la calle un hormiguero de gente con paquetes al hombro y carretillas moviéndose de un lado a otro y entre medio coches, furgonetillas, mujeres de la vida nocturna (de esas que fuman mucho en los bares de luces sospechosas), bastantes vendedores de mercadillos que subían a las pensiones el género comprado, y entre medio de todo ello por el asfalto y entre miradas de todos, risas y piropos, apareció un travesti canturreando por soleares con un perrito en brazos y unos movimientos de cadera que eran capaces de ensanchar la calle. Menudo espectáculo y más para mí, que era el primero que veía.



Tras un par de horas de ir corriendo de un lado a otro con la carretilla tras mi tío y de conocer a un montón de personas, tanto vendedores como los trabajadores de almacenes y ventanillas, y con mi cuerpo saturado de novedades, mi tío me dice que “de aquí ya estamos, pero nos falta todavía ir al almacén central de Sabaté,… pero antes vamos a almorzar”.



Entre tanto viaje con la carretilla para cargar y descargar en el coche, ya me había fijado en un pequeño local con un movimiento imparable, no dejaba de entrar gente y los que salían todos lo hacían con unos grandes bocadillos en la mano envueltos en un papel marrón.



Y allí estaba yo, ante una gran institución.



En un pequeño local con un mostrador en forma de U que lo ocupaba todo al menos, había cinco personas preparando los bocadillos delante y a la vista del comprador. Parecía que el local no tenía paredes, ya que eran todo estanterías hasta el techo. En un momento descubrí una cantidad tremenda de conservas y embutidos que me eran totalmente desconocidos y tras el paso de muchos años sé que la mayor parte de ellos no los he vuelto a ver.



Con los clientes apretujadillos nos tocó el turno, y ante mi despiste mi tío pidió uno de pulpitos y dijo que me hicieran uno “de la casa”.



Ante mí, abrieron el pan, cortaron el trozo de atún de una enorme lata que tenía justo delante mío, lo colocaron en el pan desmenuzándolo con el cuchillo, le añadieron unas tiras de pimiento y unas aceitunas sin hueso, tras lo cual untaron la otra cara del pan con abundante mahonesa.



Al acabar pedimos unas aceitunas partidas que nos pusieron en unos cucuruchos de papel, y tras pagar, pues como todos, al bar de en frente a comerlo con una buena cerveza.



Por la mañana El Liceo, de media mañana hasta las dos los kiosqueros, tarde y noche las patrullas de la comisaría cercana, al anochecer las señoras que fuman y a todas horas el barrio.



Toda una institución...



Tras la vuelta de mi servicio militar, los repartos se hicieron globales a todos los puntos de venta, por lo que ya no era necesario ir a la calle Unión casi para nada. He de reconocer que deseaba ansioso el día de tener que bajar a Unión a reponer algo de género o de atípicos y poder gozar de aquellos bocatas tan especiales que tantos y tantos días me reponían las fuerzas perdidas entre prisas y viajes de un lado a otro de carretilla.



Pasan los años y cada vez puedo ir menos, diría que la última vez fue hace cuatro años. Y las cosas cambian al igual que la calle Unión, al igual que nosotros.



Este verano pasado al final de vacaciones pase un día por allí, la calle estaba irreconocible y el local cambiado, lo ví desconocido y con dos minúsculas mesitas con gente tomando café, lo mire con nostalgia y no entré.



Prefiero recordarlo como fué. Una parte muy importante del mundo kiosquero de hace unos años.


http://maps.google.es/maps?f=q&source=s_q&hl=ca&geocode=&q=unio+34,+barcelona&sll=19.249336,-103.733111&sspn=0.013998,0.022724&ie=UTF8&hq=&hnear=Carrer+de+la+Uni%C3%B3,+34,+08001+Barcelona,+Catalunya&ll=41.379002,2.172868&spn=0.002781,0.007725&t=h&z=18&layer=c&cbll=41.379083,2.172941&panoid=wLEq1YsMvFuSX2lrYgX6qw&cbp=12,311.13,,0,5

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